domingo, 4 de diciembre de 2011

cambios

Llueve calor seco en cielo despejado de nubes visibles. Las luces se desplazan ondeando para evitar enfrentarse a todo lo que ocupa espacio alguno. Las sombras ya no existen ni sobre papel... demasiada luz. Los colores se entremezclan unos con otros, derivando en un paisaje uniforme ante los ojos de cualquier espectador y nada queda fuera de todo esto.

Sopla un viento inmóvil desde todas las direcciones posibles, en todos los lugares, sin permitir que se respiren dos veces los mismos aires, hasta en los más cerrados y ocultos rincones. Pero esa lluvia, de calor seco... incesante, monótona, aburrida ...cayendo desde las profundidades de la atmósfera, o más allá, donde el azul tiende al negro, no deja ni una parte de la realidad fuera de su endemoniado embrujo de gritos horrendos, carentes de eco.

Susurros subatómicos dan forma al material del que se compone el suelo pisable, pasible, mientras los cuerpos que no viven se deslizan sobre él sin hacer el menor ruido, sin dejar en ella su triste huella. Pueden verse, casi hasta tocarse, los gritos acompasados del interior de la tierra: de vida, de esperanza y de amor; de rabia, de dolor y de traición. Gritos, que se aparecen en todas las escenas sin perderse en las diferentes direcciones posibles que toman a un mismo tiempo.

Las distancias se aglutinan y los segundos se separan en este irremediable entorno sustraído de la más pura decadencia, haciéndolo tan espeso que apenas cambia en horas, siquiera en días, semanas, años... pero se sigue notando esa lluvia fina: lluvia, que quema con su sequedad cálida caída de una esfera celeste, sin nubes que puedan ser vistas; lluvia, que desciende sin cesar empapándolo todo con su envolvente influjo. Sin final ni principios. Sin ninguna finalidad.

No se puede más que encogerse, resguardarse, ocultarse de todos los efectos de este ambiente del que todo sentido huyó hace tiempo... hasta que, de pronto, por encima del sonido nauseabundo de la no vida, empiezas a oírlos:

Pasos. miles de ellos, tan juntos, tan fuertes como notas de grito en cadena, como eslabones de cadena de gritos. Surge de todas las partes a la vez el sonido de tantas pisadas que todo son sonidos, que no hay nada en silencio, y nada ahora es ya todo.

Todo...
Como los tambores que retumban las vísceras de Madre y ocupan todo. Se oyen sus bramidos coloreando lo que aun sigue cubierto en la lluvia, de caliente aridez, humedeciendo lo que la todavía la luz desdibuja. Recreándose en descrear los dominios abandonados por las ideas de dioses, de cuya guarida en las nubes no quedan ni estas.

Todo.
De nada, surgen gritos que lo cubren todo. Los gritos distintos, nuevos. Gritos de rabia y de dolor pero gritos tranquilos pues están seguros. Seguros de que su verdad les es inherente, y que por tanto nadie puede arrebatarla, ni rebatirla, y, por ello, son fuertes.

Los gritos, de los hombres con huella, se alzan, al alto arriba, recomponiendo a su paso como poetas creadores el mundo que encuentran destrozado.

Gritan palabras que resuenan contra el viento y lo colocan en su sitio.
Palabras, tan duras que reflejan a la luz de nuevo a lo que debía haber sido.
Palabras, tan suaves, que las gotas de lluvia vuelven a tornarse en el ideal de una lagrima.

Y, otra vez, todo vuelve al lugar que le pertenece.
Llueve
fría humedad
en ese cielo
cubierto de nubes.

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